Por Volney Naranjo
Esta semblanza hace parte del libro "Bernardo Martínez Sanclemente, Una vida con matices de leyenda", compilado por Yolanda Quintero Alzate, publicado en Noviembre de 2013.
Yo llegué muy tarde
a la orilla de su caudaloso torrente amistoso. Llegué cuando el ya había agotado el variopinto catalogo de sus
audacias. Mi vida de hombre sin oficio cierto me fue acercando a él, en un
proceso tímido y lento, en una mesa de café, donde ambos anclamos con nuestras
pequeñas y averiadas vanidades, a buscar en el ejercicio fascinante pero declinante de la tertulia, una
manera de darle aire o salida al tercio de nostalgias y recuerdos que acosa y
causa agobio en vidas de tan largo
kilometraje.
Había llegado
victorioso y altivo a los 80 años. Ejercía con toda autoridad la decanatura de
la mesa. Siempre muy bien puesto, con un
alto sentido del decoro. Era un hombre de orden y disciplina riguroso
que aplicaba en las cosas más simples y elementales de su cotidianidad.
Elegante en el vestir, cuidadoso de su cabello blanco y su peinado, erguido y
presuntuoso al caminar. Era una torre
humana que oteaba desde la altura el
horizonte de sus deseos y posibilidades.
Muchas veces,
unas en serio y otras en broma, le dedique
los versos de Machado, “Nadie más cortesano ni pulido que nuestro príncipe
Bernardo, que Dios guarde, siempre de negro hasta los pies vestido”.
Tenía un especial
sentido del humor, actividad que lo llevó a escribir y publicar varios textos sobre el tema, era un anecdotario
viviente con una memoria de elefante. Y era contestatario y de fácil reproche cuando se le interrumpía. Reía con facilidad y era cordial y ameno en el trasiego de su vida diaria, pero era un hombre de cáscara amarga.
Reaccionaba rápido y sarcástico a todo
lo que pudiera erosionar sus prejuicios o conceptos. Decía con desparpajo las
viejas verdades que consideraba baluartes de una tradición conservadora que lo
animó siempre. Y fue un militante serio y ortodoxo de la fe católica y de la derecha política a
la cual le dedicó esfuerzos meritorios de su portentosa vitalidad.
Yo soy, de todos
sus amigos que le seguiremos en el viaje, el que menos lo conoció. Pero siempre
advertí en el una personalidad arrolladora, el trasunto de una vida plena vivida con un claro concepto de la libertad y
del libre albedrio. Muchas cosas me impresionaron de su estructura mental, pero en especial dos.
Su condición de bohemio irreductible y
su pasión por la poesía. Para la bohemia le sirvió de pretexto un viejo tiple,
que según conocí de oídas, le sirvió mucho tiempo de compañero y con el cual se
abrió camino para penetrar círculos
de empedernidos trasnochadores y guitarreros de la madrugada que
ahorcaban penas y desterraban tusas y nostalgias con acordes de pasillos
y bambucos entrañables y pesarosos.
La bohemia solo
puede florecer donde existe cierto grado de
conocimiento intelectual. Un bohemio sin conocimiento literario o
poético, que no cante, que no declame, que no narre, que no toque un
instrumento, ni pueda disertar sobre variadas
y diversas lecturas de textos ya olvidados, es apenas un borracho.
Bernardo Martínez Sanclemente era veterano de todas estas virtudes. Recuerdo
bien cómo a los 88 años, cuando ya presentía la cercanía de la muerte,
declamaba con entonación y ritmo sorprendente el romance de Hermencia Suarez, la
campesina de mis cantares, la hermosa moza
de los pajares y los versos de
Jorge Robledo Ortiz en su viaje por los mares del mundo.
Y en el diario
cambalache de nuestros propósitos y
proyectos serví de intermediario para
que un buen dueto de la ciudad le
interpretara una de sus canciones, precisamente el bambuco Quitapesares que está
inserto en el disco compacto que publicó en la celebración de sus 88 años, cuyo
texto y melodía son de su autoría.
Cuando apenas
empezaba a conocerlo, él se encontraba
empeñado en la reedición y publicación del catecismo del padre Astete. Esta circunstancia creó entre nosotros la
natural distancia entre un hombre con
semejante devoción, más que religiosa, sectaria y alguien que siempre ha
permanecido en las filas de la izquierda con algunos ribetes de ateísmo.
Poco a poco la
cercanía que teníamos en la mesa fue limando asperezas y la relación se hizo
franca y cordial. Sin embargo de ahí en adelante, para todos los contertulios fue el “Obispo de Buga” o “Monseñor” Martínez Sanclemente.
Era buen aficionado
a los toros y detestaba el tango con la misma pasión que tenía por la música
colombiana. Nunca me pude explicar esa
rara y contradictoria dicotomía de un bohemio con tanta antipatía por la música argentina,
especialmente por la de Buenos Aires, pues el tango es el más alto compendio de
la bohemia, la literatura, la poesía y el drama.
Era un conversador
fulgurante, un goloso de la palabra, un
enamorado del buen decir y los
detalles que se conocen de su entorno amistoso lo
describen como todo un Juan Tenorio pero con mejores atributos físicos según su
vanidoteca, pues ya muy entrado en los 88 nunca arrastro los pies, ni se encorvo
al caminar.
Cultivó además don Bernardo una virtud que resulta
ser planta exótica en una sociedad caracterizada por el egoísmo
cerrero. La solidaridad, esa vocación de servir sin más reciprocidad que la
dicha espontanea que produce la certidumbre de hacer el bien. Y la ejerció sin alardes, sin vanas posturas de
filántropo, atendiendo un poco al
precepto bíblico del
silencio y la distancia que debe haber entre la mano que da y la que debe ignorarlo.
Si me entere de este noble sentimiento de su personalidad no fue porque él lo
divulgara.
Cuando yo lo conocí,
hacia calendas andaba por los terrenos del declive biológico y
peinaba plurales canas que, bien
ordenadas y atendidas, constituían parte
de su atractivo personal. Me cuentan que muchos amores entibiaron su regazo y
alentaron los latidos incontables de su
corazón. Ya era viudo cuando yo llegue a
su mesa, pero aquello de tener vacía la mitad del pecho y desierta la mitad del lecho no era condición para él.
Sin que sus contertulios supiéramos ni lo sospecháramos venía cocinando a fuego
lento una dulce quimera que hecha
realidad pienso que le resulto la carta mejor jugada de toda su vida.
A los 84 años,
cuando la mayoría de los hombres están muertos o en plena decrepitud, Bernardo alistaba con
emoción y deleite el traje para un nuevo matrimonio. Y se casó con Yolanda, mujer de una dimensión
excepcional y maravillosa que llenó de luz, de color y de alegría aquellos años finales de esa vida con matices de leyenda.
Cuando Don Bernardo
juntó su vida a la de Yolanda sintió que
acariciaba el cielo con la frente. La buena estrella de sus mejores días había
descendido hasta la palma de su mano. Logró realizar la dulce fantasía de sus
sueños en el instante vital que más lo necesitaba. Se ganó una lotería
emocional y afectiva que le colmo de dicha. Yolanda se convirtió en la luz de
los ojos y en el lazarillo ideal de don Bernardo y fue para él, la cuota de ternura que todos los
seres necesitamos para hacer menos dura la aridez de nuestras vidas.
Había nacido en Buga, origen y patria chica de la que vivió
siempre orgulloso y mantuvo por esa grata
ciudad un amor indeclinable. Publicó, en edición de lujo, un libro que exalta la
memoria de los más importantes personajes de su terruño, fue baluarte
cívico de la municipalidad y dejó su impronta en la creación de la Casa de la
Cultura como un testimonio de su afán por servir la tierra que amó de manera entrañable.
Cultivó amistades
que lo llenaron de alegría y
satisfacciones y que le hicieron más fácil el camino de su vida fulgurante. Compartió su militancia
de bohemio entre otros con los poetas
León de Greif y Alfonso Cáceres. León de Greif
lo apodaba el búgamo en un acto de cercana y amistosa cordialidad que le inflaba el pecho y le iluminaba los ojos.
Nos queda en la
mesa la silla vacía y el dolor colectivo de sus amigos que con frecuencia nos
preguntamos, ¿donde está monseñor Bernardo, esta tarde no ha venido? Nos queda
su recuerdo y el estímulo de una vida
ejemplar.