viernes, 13 de junio de 2014

Semblanza de Bernardo Martinez

Por Volney Naranjo

Esta semblanza hace parte del libro "Bernardo Martínez Sanclemente, Una vida con matices de leyenda", compilado por Yolanda Quintero Alzate, publicado en Noviembre de 2013. 


Yo llegué muy tarde a la orilla de su caudaloso torrente amistoso. Llegué cuando el ya había  agotado el variopinto catalogo de sus audacias. Mi vida de hombre sin oficio cierto me fue acercando a él, en un proceso tímido y lento, en una mesa de café, donde ambos anclamos con nuestras pequeñas y averiadas vanidades, a buscar en el ejercicio  fascinante pero declinante de la tertulia, una manera de darle aire o salida al tercio de nostalgias y recuerdos que acosa y causa agobio en vidas  de tan largo kilometraje.

Había llegado victorioso y altivo a los 80 años. Ejercía con toda autoridad la decanatura de la mesa. Siempre muy bien puesto, con un  alto sentido del decoro. Era un hombre de orden y disciplina riguroso que aplicaba en las cosas más simples y elementales de su cotidianidad. Elegante en el vestir, cuidadoso de su cabello blanco y su peinado, erguido y presuntuoso al caminar. Era una  torre humana que  oteaba desde la altura el horizonte de sus deseos y  posibilidades.

Muchas veces, unas  en serio y otras en broma, le dedique los versos de Machado, “Nadie más cortesano ni pulido que nuestro príncipe Bernardo, que Dios guarde, siempre de negro hasta los pies vestido”.

Tenía un especial sentido del humor, actividad que lo llevó a escribir y publicar varios  textos sobre el tema, era un anecdotario viviente con una memoria de elefante. Y era contestatario y de  fácil reproche cuando se le interrumpía. Reía  con facilidad y era cordial y ameno  en el trasiego de su vida diaria, pero  era un hombre de cáscara amarga. Reaccionaba  rápido y sarcástico a todo lo que pudiera erosionar sus prejuicios o conceptos. Decía con desparpajo las viejas verdades que consideraba baluartes de una tradición conservadora que lo animó siempre. Y fue un militante serio y ortodoxo  de la fe católica y de la derecha política a la cual le dedicó esfuerzos meritorios de su portentosa vitalidad.

Yo soy, de todos sus amigos que le seguiremos en el viaje, el que menos lo conoció. Pero siempre advertí en el una personalidad arrolladora, el trasunto de una vida plena  vivida con un claro concepto de la libertad y del libre albedrio. Muchas cosas me impresionaron de  su estructura mental, pero en especial dos. Su condición de bohemio  irreductible y su pasión por la poesía. Para la bohemia le sirvió de pretexto un viejo tiple, que según conocí de oídas, le sirvió mucho tiempo de compañero y con el cual se abrió  camino para penetrar círculos de  empedernidos trasnochadores y  guitarreros de la madrugada  que  ahorcaban penas y desterraban tusas y nostalgias con acordes de pasillos y bambucos entrañables y pesarosos.
La bohemia solo puede florecer donde existe cierto grado de  conocimiento intelectual. Un bohemio sin conocimiento literario o poético, que no cante, que no declame, que no narre, que no toque un instrumento, ni pueda disertar sobre variadas  y diversas lecturas de textos ya olvidados, es apenas un borracho. Bernardo Martínez Sanclemente era veterano de todas estas virtudes. Recuerdo bien cómo a los 88 años, cuando ya presentía la cercanía de la muerte, declamaba con entonación y ritmo sorprendente el romance de Hermencia Suarez, la campesina de mis cantares, la hermosa  moza de los pajares  y   los versos de  Jorge Robledo Ortiz en su viaje por los mares del mundo.
Y en el diario cambalache  de nuestros propósitos y proyectos serví  de intermediario para que un   buen dueto de la ciudad le interpretara una de sus canciones, precisamente el bambuco Quitapesares que está inserto en el disco compacto que publicó en la celebración de sus 88 años, cuyo texto y melodía son de su autoría.

Cuando apenas empezaba a conocerlo, él  se encontraba empeñado en la reedición y publicación del catecismo del padre Astete.  Esta circunstancia creó entre nosotros la natural distancia entre un hombre con  semejante devoción, más que religiosa, sectaria y alguien que siempre ha permanecido en las filas de la izquierda con algunos  ribetes  de ateísmo.
Poco a poco la cercanía que teníamos en la mesa fue limando asperezas y la relación se hizo franca y cordial. Sin embargo de ahí en adelante, para todos los  contertulios fue el “Obispo de  Buga” o “Monseñor” Martínez Sanclemente.

Era buen aficionado a los toros y detestaba el tango con la misma pasión que tenía por la música colombiana. Nunca me pude explicar esa  rara y contradictoria dicotomía de un bohemio  con tanta antipatía por la música argentina, especialmente por la de Buenos Aires, pues el tango es el más alto compendio de la bohemia, la literatura, la poesía y el drama. 
Era un conversador fulgurante, un goloso de la palabra, un  enamorado del buen decir y los  detalles  que  se conocen de su entorno amistoso lo describen como todo un Juan Tenorio pero con mejores atributos físicos según su vanidoteca, pues ya muy entrado en los 88 nunca arrastro los pies, ni se encorvo al caminar.

Cultivó  además don Bernardo una virtud que resulta ser planta exótica en  una  sociedad caracterizada por el egoísmo cerrero. La solidaridad, esa vocación de servir sin más reciprocidad que la dicha espontanea que produce la certidumbre de hacer el bien. Y la  ejerció sin alardes, sin vanas posturas de filántropo, atendiendo  un poco al precepto  bíblico  del  silencio  y la distancia que debe haber  entre la mano que da y la que debe ignorarlo. Si me entere de este noble sentimiento de su personalidad no fue porque él lo divulgara.

Cuando yo lo conocí, hacia  calendas andaba  por los terrenos del declive biológico y peinaba plurales canas que,  bien ordenadas y atendidas,  constituían parte de su atractivo personal. Me cuentan que muchos amores entibiaron su regazo y alentaron los latidos  incontables de su corazón.  Ya era viudo cuando yo llegue a su mesa, pero aquello de tener vacía la mitad del pecho y desierta  la mitad del lecho no era condición para él. Sin que sus contertulios supiéramos ni lo sospecháramos venía cocinando a fuego lento  una dulce quimera que hecha realidad pienso que le resulto la carta mejor jugada de toda su vida.

A los 84 años, cuando la mayoría de los hombres están muertos o  en plena decrepitud, Bernardo alistaba con emoción y deleite el traje para un nuevo matrimonio.  Y se casó con Yolanda, mujer de una dimensión excepcional y maravillosa que llenó de luz, de color  y de alegría aquellos años finales de  esa  vida con matices de leyenda.

Cuando Don Bernardo juntó su vida a  la de Yolanda sintió que acariciaba el cielo con la frente. La buena estrella de sus mejores días había descendido hasta la palma de su mano. Logró realizar la dulce fantasía de sus sueños en el instante vital que más lo necesitaba. Se ganó una lotería emocional y afectiva que le colmo de dicha. Yolanda se convirtió en la luz de los ojos y en el lazarillo ideal de don Bernardo y fue  para él, la cuota de ternura que todos los seres necesitamos para hacer menos dura la aridez de nuestras vidas.

Había nacido en  Buga, origen y patria chica de la que vivió siempre orgulloso y mantuvo por esa grata  ciudad un amor indeclinable. Publicó, en edición  de lujo, un libro que exalta  la  memoria de los más importantes personajes de su terruño, fue baluarte cívico de la municipalidad y dejó su impronta en la creación de la Casa de la Cultura como un testimonio de su afán por servir la tierra que amó de manera entrañable.

Cultivó amistades que lo llenaron de alegría y  satisfacciones y que le hicieron más fácil el camino  de su vida fulgurante. Compartió su militancia  de bohemio entre otros con los poetas León de Greif  y  Alfonso Cáceres. León de  Greif  lo apodaba el búgamo en un acto de cercana y amistosa  cordialidad que  le inflaba el pecho y le iluminaba  los ojos.

Nos queda en la mesa la silla vacía y el dolor colectivo de sus amigos que con frecuencia nos preguntamos, ¿donde está monseñor Bernardo, esta tarde no ha venido? Nos queda su recuerdo y  el estímulo de una vida ejemplar.